VICENTE FERRER
Por Eduardo Jordá
ALGUNOS de los mejores misioneros que conocí en África abandonaron la Iglesia a los pocos años. Se casaron (o se buscaron una pareja) e iniciaron una nueva vida en otro sitio. Los recuerdo en sus iglesias de ladrillo, en sus escuelas con pupitres hechos de troncos, en sus dispensarios donde muchos enfermos tenían que dormir en el suelo. Esos misioneros –y las monjas que trabajaban con ellos– son las personas más valientes que he conocido, pero un día se hartaron de hacer lo que hacían. Y no es que se cansaran de África, nada de eso, sino de las imposiciones absurdas de la jerarquía eclesiástica.
La Iglesia católica haría bien en preguntarse por qué la abandonan muchos de sus mejores miembros. Si un club de fútbol perdiera cada año a sus mejores jugadores, ese club tendría que llegar a la conclusión de que algo está haciendo mal en su programación deportiva. Y algo así le está pasando a la Iglesia católica, sobre todo por su obsesión patológica con el celibato y con el sexo. Jesús no parecía tener ningún temor a las mujeres, y les hablaba de tú a tú y las escuchaba y las respetaba. Algunas de las escenas más hermosas del Evangelio desprenden un delicado erotismo, como ocurre en los dos encuentros de Jesús con María, la hermana de Lázaro. Pero la Iglesia actúa de una forma muy distinta y dedica una gran parte de sus energías a despotricar contra los peligros apocalípticos del preservativo o del simple disfrute del sexo. ¿Es que no existe otro tema más importante en este mundo?
Sólo así se explica que un hombre como Vicente Ferrer, que fue jesuita y que hizo algunas de las cosas más admirables que podamos imaginar en esta tierra, se saliera de la Iglesia en 1970, después de haber sido sacerdote durante casi un cuarto de siglo. Las informaciones definen a Vicente Ferrer como un filántropo, como si fuera un Bill Gates cualquiera, pero el sustantivo es erróneo. Los filántropos firman cheques en su despacho y luego se hacen una foto en el hospital que han financiado, al que viajan en su jet privado junto con su estilista y su mayordomo y su cocinero. Y Vicente Ferrer no era así. Dormía en una vivienda humilde, comía lo mismo que comían sus vecinos de Andhra Pradesh, pensaba como ellos, hacía lo mismo que ellos. Para mejorar las condiciones de vida de una de las zonas más pobres de la India, abrió pozos, buscó créditos, combatió los tabúes religiosos y defendió a los parias de la casta de los intocables. Una de las primeras cosas que hacía era abrir un centro de planificación familiar. Nuestra inteligente Iglesia se oponía a esta iniciativa, así que ahora, en vez de tener un santo cristiano –como en realidad fue Vicente Ferrer–, tenemos que conformarnos con un "filántropo". Sea eso lo que sea.
Por Eduardo Jordá
ALGUNOS de los mejores misioneros que conocí en África abandonaron la Iglesia a los pocos años. Se casaron (o se buscaron una pareja) e iniciaron una nueva vida en otro sitio. Los recuerdo en sus iglesias de ladrillo, en sus escuelas con pupitres hechos de troncos, en sus dispensarios donde muchos enfermos tenían que dormir en el suelo. Esos misioneros –y las monjas que trabajaban con ellos– son las personas más valientes que he conocido, pero un día se hartaron de hacer lo que hacían. Y no es que se cansaran de África, nada de eso, sino de las imposiciones absurdas de la jerarquía eclesiástica.
La Iglesia católica haría bien en preguntarse por qué la abandonan muchos de sus mejores miembros. Si un club de fútbol perdiera cada año a sus mejores jugadores, ese club tendría que llegar a la conclusión de que algo está haciendo mal en su programación deportiva. Y algo así le está pasando a la Iglesia católica, sobre todo por su obsesión patológica con el celibato y con el sexo. Jesús no parecía tener ningún temor a las mujeres, y les hablaba de tú a tú y las escuchaba y las respetaba. Algunas de las escenas más hermosas del Evangelio desprenden un delicado erotismo, como ocurre en los dos encuentros de Jesús con María, la hermana de Lázaro. Pero la Iglesia actúa de una forma muy distinta y dedica una gran parte de sus energías a despotricar contra los peligros apocalípticos del preservativo o del simple disfrute del sexo. ¿Es que no existe otro tema más importante en este mundo?
Sólo así se explica que un hombre como Vicente Ferrer, que fue jesuita y que hizo algunas de las cosas más admirables que podamos imaginar en esta tierra, se saliera de la Iglesia en 1970, después de haber sido sacerdote durante casi un cuarto de siglo. Las informaciones definen a Vicente Ferrer como un filántropo, como si fuera un Bill Gates cualquiera, pero el sustantivo es erróneo. Los filántropos firman cheques en su despacho y luego se hacen una foto en el hospital que han financiado, al que viajan en su jet privado junto con su estilista y su mayordomo y su cocinero. Y Vicente Ferrer no era así. Dormía en una vivienda humilde, comía lo mismo que comían sus vecinos de Andhra Pradesh, pensaba como ellos, hacía lo mismo que ellos. Para mejorar las condiciones de vida de una de las zonas más pobres de la India, abrió pozos, buscó créditos, combatió los tabúes religiosos y defendió a los parias de la casta de los intocables. Una de las primeras cosas que hacía era abrir un centro de planificación familiar. Nuestra inteligente Iglesia se oponía a esta iniciativa, así que ahora, en vez de tener un santo cristiano –como en realidad fue Vicente Ferrer–, tenemos que conformarnos con un "filántropo". Sea eso lo que sea.
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